El Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas volvió a abordar esta semana el vínculo entre cambio climático y conflicto armado, en una sesión en la que se presentaron informes que describen cómo los fenómenos extremos y la degradación ambiental agravan tensiones preexistentes en distintas regiones del mundo. Sequías prolongadas, inundaciones recurrentes y pérdida de tierras cultivables se combinan con desigualdades, disputas por recursos y debilidad institucional, generando un terreno fértil para la violencia.
Los representantes de varios Estados subrayaron que el clima no “causa” guerras por sí mismo, pero sí actúa como multiplicador de riesgos. En contextos donde comunidades enteras compiten por agua, pasturas o tierras fértiles, un evento extremo puede desencadenar desplazamientos masivos, choques entre grupos y presiones sobre gobiernos que ya enfrentan desafíos de gobernabilidad. La discusión giró en torno a cómo incorporar esa realidad en el trabajo de prevención de conflictos y mantenimiento de la paz.
Algunos países reclaman que el Consejo de Seguridad asuma un rol más activo, considerando el cambio climático como una amenaza a la paz y la seguridad internacionales. Sostienen que, sin ese enfoque, las misiones de paz y los esfuerzos diplomáticos llegarán siempre tarde, cuando las crisis ya se han desbordado. Otros miembros, en cambio, temen que ello abra la puerta a intervenciones externas bajo el argumento climático o que diluya responsabilidades históricas por las emisiones.
La sesión reflejó también la brecha entre quienes reclaman más recursos para adaptación y resiliencia, y quienes enfatizan la necesidad de reducir de manera drástica las emisiones. Mientras los países más vulnerables piden apoyo para construir infraestructuras resistentes, sistemas de alerta temprana y redes de protección social, las potencias con mayor peso económico enfrentan la presión de transformar sus matrices energéticas sin perder competitividad ni estabilidad interna.
Organizaciones de la sociedad civil aprovecharon el debate para insistir en que la agenda de paz y seguridad no puede desligarse de la justicia climática. Señalan que comunidades que han contribuido muy poco al calentamiento global son, sin embargo, las más expuestas a sus consecuencias, y que ello alimenta sentimientos de agravio que pueden explotar en contextos de fragilidad política.
El debate en el Consejo de Seguridad no resolvió estas tensiones, pero dejó claro que el vínculo entre clima y conflicto ya es parte permanente de la agenda internacional. El desafío, de aquí en adelante, será traducir diagnósticos compartidos en acciones concretas que reduzcan riesgos, fortalezcan la resiliencia de las sociedades más vulnerables y eviten que cada nuevo desastre ambiental sea el preludio de una nueva crisis de seguridad.
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